Son las diez y media pasadas, el mundo futbolístico se concentra en la pantalla de su televisor más cercano, los españoles viven con euforia ese cero a tres que nos lleva a disfrutar por fin, después de tantos años, de una final en la máxima competición europea de selecciones. Chus, un niño de ocho años del barrio madrileño de Vallecas pregunta por enésima vez a su abuelo cuánto queda para que pite el árbitro el final; al mismo tiempo, Lorena, que nunca ha visto un partido entero pero hoy le apetecía, coge del brazo a su novio Raúl que tapa su cuello con la bufanda de la selección con los colores de la rojigualda, y le pregunta, con una extensa sonrisa, dónde verán la final el domingo. Se muestra ilusionada, no sabe si por ver a su novio tan feliz o porque se ha dejado contagiar por el éxtasis futbolístico que vive este país. Doña Magdalena, de Andratx, sentada en su eterna mecedora, graba en sus pupilas la imagen de la familia disfrutando de los últimos minutos de la gran semifinal: su hijo agarrado del brazo de su nuera están sentados en el sofá contiguo, y el nieto, con una trompeta de plástico, corretea delante de la tele animado por la fiesta que sus padres le han dejado disfrutar. La anciana recuerda a su marido, le habría gustado disfrutar estos momentos, piensa, tan futbolero como era, ríe por dentro, y se mece en el recuerdo y la alegría en el continuo vaivén de su vieja mecedora.
Diluvia en Viena, el árbitro mira el reloj y piensa que es buen momento para poner punto y final al partido, señala el túnel de vestuarios con los dos brazos en paralelo mientras sopla, orgulloso por el deber cumplido, el silbato que le ha dado autoridad para dirigir, sobrio y dialogante, este partido tan importante para él. Explota el júbilo en toda España, los españoles desplegados por el mundo arman bulla, gritan y celebran el paso a la gran final. Los jugadores de España, los 23, se abrazan entre sí y se dan la enhorabuena; los periodistas se movilizan para conseguir las primeras palabras de los protagonistas.
Segundos después de que se escuchara el pitido final que da paso a las celebraciones, un anciano setentón que viste con el chándal de la selección española camina, lento y tranquilo, hacia el banquillo; ahí coge su inseparable carpeta y sigue con su andar de anciano pensativo hacia los vestuarios. La fiesta no es para mí, piensa, que disfruten los chicos. Aún no hemos hecho nada, piensa, y busca esa sensación que la mayoría de sus colegas esquivan: la soledad del entrenador.
Cuando acabó el partido lo dijo él mismo: aunque no se note estoy feliz. No es para menos, Luís Aragonés con la victoria de ayer ha cerrado muchas bocazas, y ha ganado, por fin, muchas batallas que todavía en semifinales seguían abiertas. Atrás queda todo lo que precedía a la Eurocopa: el galimatías de Raúl, su negativa a continuar como seleccionador, su sustituto.
La prensa habla del partidazo de Senna, no es para menos, de Silva, Xavi y el resurgir de Iniesta. En la boca de los futboleros está el golazo de Güiza, el comportamiento y la entrega de Cesc, la terrible lesión de Villa. Todos elogian a la defensa: la dupla incontestable de Marchena y Puyol, y el partidazo de Sergio Ramos y Capdevilla.
Pero yo hoy me quedo con El Sabio de Hortaleza, o Zapatones, como a él le gusta, como le conocen los colchoneros más veteranos que vieron a Luís Aragonés con cuarenta años menos metiendo esos tremendos golazos de falta a orillas del Manzanares. Me quedo con la soledad del entrenador, con el saber estar, con la reacción de no querer salir en las fotos de los festejos. Me quedo con el viejo, malo con la prensa y simpático con sus jugadores – todos guardan un cariño especial para Luís, lo dijo Xavi hace poco y no se ha cansado de decirlo Eto’o durante mucho años -, que ha bregado en mil batallas con la difícil papeleta de poder hacer un buen papel con España en una fase final, me quedo con el seleccionador que ha conseguido lo que tantos otros han perseguido. Y aún así, tras haber plantado a España en la final después de tantos años persiguiéndolo, ha cogido su carpeta, y caminando hacia el vestuario agachando la cabeza, con un tremendo ruido de fondo, piensa, con la sabiduría que dan los años, que no hemos hecho nada, que hay que ganar la final o de nada habrá servido.
Sabe más el diablo por viejo – pienso para mí mientras llego a casa – que por diablo.
Diluvia en Viena, el árbitro mira el reloj y piensa que es buen momento para poner punto y final al partido, señala el túnel de vestuarios con los dos brazos en paralelo mientras sopla, orgulloso por el deber cumplido, el silbato que le ha dado autoridad para dirigir, sobrio y dialogante, este partido tan importante para él. Explota el júbilo en toda España, los españoles desplegados por el mundo arman bulla, gritan y celebran el paso a la gran final. Los jugadores de España, los 23, se abrazan entre sí y se dan la enhorabuena; los periodistas se movilizan para conseguir las primeras palabras de los protagonistas.
Segundos después de que se escuchara el pitido final que da paso a las celebraciones, un anciano setentón que viste con el chándal de la selección española camina, lento y tranquilo, hacia el banquillo; ahí coge su inseparable carpeta y sigue con su andar de anciano pensativo hacia los vestuarios. La fiesta no es para mí, piensa, que disfruten los chicos. Aún no hemos hecho nada, piensa, y busca esa sensación que la mayoría de sus colegas esquivan: la soledad del entrenador.
Cuando acabó el partido lo dijo él mismo: aunque no se note estoy feliz. No es para menos, Luís Aragonés con la victoria de ayer ha cerrado muchas bocazas, y ha ganado, por fin, muchas batallas que todavía en semifinales seguían abiertas. Atrás queda todo lo que precedía a la Eurocopa: el galimatías de Raúl, su negativa a continuar como seleccionador, su sustituto.
La prensa habla del partidazo de Senna, no es para menos, de Silva, Xavi y el resurgir de Iniesta. En la boca de los futboleros está el golazo de Güiza, el comportamiento y la entrega de Cesc, la terrible lesión de Villa. Todos elogian a la defensa: la dupla incontestable de Marchena y Puyol, y el partidazo de Sergio Ramos y Capdevilla.
Pero yo hoy me quedo con El Sabio de Hortaleza, o Zapatones, como a él le gusta, como le conocen los colchoneros más veteranos que vieron a Luís Aragonés con cuarenta años menos metiendo esos tremendos golazos de falta a orillas del Manzanares. Me quedo con la soledad del entrenador, con el saber estar, con la reacción de no querer salir en las fotos de los festejos. Me quedo con el viejo, malo con la prensa y simpático con sus jugadores – todos guardan un cariño especial para Luís, lo dijo Xavi hace poco y no se ha cansado de decirlo Eto’o durante mucho años -, que ha bregado en mil batallas con la difícil papeleta de poder hacer un buen papel con España en una fase final, me quedo con el seleccionador que ha conseguido lo que tantos otros han perseguido. Y aún así, tras haber plantado a España en la final después de tantos años persiguiéndolo, ha cogido su carpeta, y caminando hacia el vestuario agachando la cabeza, con un tremendo ruido de fondo, piensa, con la sabiduría que dan los años, que no hemos hecho nada, que hay que ganar la final o de nada habrá servido.
Sabe más el diablo por viejo – pienso para mí mientras llego a casa – que por diablo.
1 comentario:
A mí es al primero que me ha callado la boca, no confiaba en él después del Mundial que hizo, pero él mismo cambió, o simplemente hizo lo que quería hacer y no le habían dejado.
Ahora, en la distancia, pienso que quizás, después de anunciar que se iba si no llegábamos a semis que qué diablos, tenía una Eurocopa por delante, que tenía ilusión por ganarla y que, con todo perdido, podía hacer lo que pensaba sin preocuparse por nadie.
A mí me molestó muchísimo que no dimitiera y, si hubiera seguido como hasta Irlanda del Norte, seguiría muy enfadado con él. De hecho, sigo enfadado con él porque no hizo lo que ha hecho para la Eurocopa antes del Mundial.
Eso sí, creo que hace lo que tenía que hacer yéndose pero temo a Del Bosque y a los que estaban antes jodiendo de nuevo este magnífico grupo.
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